Cuenta el historiador Jaime Contreras que el nacimiento de Carlos II, el 6 de noviembre de 1661, sirvió de excusa en Madrid para organizar “una gran mojiganga”, una fiesta popular con estrafalarios disfraces de animales y demonios. “Cientos de hacedores de horóscopos pregonaban sus vaticinios. Contra lo que muchos temían, los augures más conocidos aseguraban que el Príncipe llegaría a ser Rey. La mayor parte de las cartas astrales se mostraban entusiastas: Saturno era el planeta que enviaba sus mayores efluvios, un astro que se encontraba en el horizonte de la corte de España, sin aspectos maliciosos”, relataba Contreras en su libro Carlos II, El Hechizado (Temas de Hoy). Muy pronto se supo que los adivinos estaban equivocados.
Carlos II —el último rey de los Austrias, la rama española de los Habsburgo— nació enfermizo. Accedió al trono a los cuatro años, cuando era un niño con raquitismo y epilepsia que todavía mamaba del pecho de su madre. El secretario del nuncio apostólico describió así al joven monarca cuando tenía 25 años: “El rey es más bien bajo que alto, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Austrias [...]. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”.
Los científicos han estudiado un árbol genealógico de 6.000 miembros de 20 generaciones de los Habsburgo
El genetista Francisco Ceballos recuerda un retrato al óleo de Carlos II con su característica mandíbula saliente, pintado por Juan Carreño de Miranda hacia 1680. “No es solo prognatismo mandibular. Carlos II tenía la nariz muy caída, los ojos muy caídos, los pómulos muy caídos. Tenía una deficiencia del maxilar y se le caía toda la cara”, señala el investigador. Ceballos es uno de los 14 científicos que acaban de encontrar una relación directa entre esta deformidad facial típica de los Austrias y la endogamia que practicaron durante casi dos siglos.
Los padres de Carlos II, Felipe IV y Mariana de Austria, “eran tío y sobrina, pero con la consanguinidad acumulada a lo largo de las generaciones era como si fuesen hermanos, como un incesto”, explica Ceballos, de la Universidad de Witwatersrand, en Johanesburgo (Sudáfrica). Carlos II, recuerda el genetista, fue la culminación de la diplomacia de los Austrias, resumida en esta frase en latín: Bella gerant alii, tu felix Austria nube (“Que otros hagan guerras. Tú, feliz Austria, cásate”). Su estrategia para dominar buena parte de Europa eran los matrimonios entre miembros emparentados de distintas familias reinantes, con sexo entre primos o incluso entre tíos y sobrinas.
Un equipo de 10 cirujanos maxilofaciales ha diagnosticado ahora el grado de deformidad facial de los Austrias gracias a 66 retratos de los monarcas, desde Felipe I (1478-1506) hasta Carlos II (1661-1700), que se conservan principalmente en el Museo del Prado y en el Museo de Historia del Arte de Viena. Los investigadores han calculado el nivel de prognatismo mandibular y de deficiencia maxilar y han confirmado por primera vez lo que ya se sospechaba: “una asociación entre la deformidad facial y la endogamia”. A mayor parentesco entre los padres, mayor desfiguración. El estudio se publica este lunes en la revista especializada Annals of Human Biology.
De izquierda a derecha, los genetistas Francisco Ceballos, Román Vilas y Gonzalo Álvarez, junto a la artista estadounidense Michelle Vaughan.
De izquierda a derecha, los genetistas Francisco Ceballos, Román Vilas y Gonzalo Álvarez, junto a la artista estadounidense Michelle Vaughan.
Florencio Monje, presidente de la Sociedad Española de Cirugía Oral y Maxilofacial y de Cabeza y Cuello, ha dirigido los diagnósticos, realizados a partir de los retratos al óleo y apoyados en documentos históricos. Monje recuerda la descripción del rey Carlos V que hizo su cosmógrafo Alonso de Santa Cruz: “Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba que los dientes no se encontraban nunca; de lo cual se seguían dos daños: el uno el tener el habla en gran manera dura, sus palabras eran como belfo, y lo otro, tener en el comer mucho trabajo; por no encontrarse los dientes no podía mascar bien”.
“La consanguinidad es una puerta de entrada para conocer la arquitectura genética de un rasgo”, explica Ceballos. Una persona recibe dos versiones de cada gen, una de su madre y otra de su padre. Estas dos copias pueden ser diferentes, en cuyo caso se expresará la variante dominante, quedando enmascarada la información del otro gen, denominado recesivo. Los resultados en los Austrias sugieren que el prognatismo mandibular es un rasgo recesivo que afloró en los monarcas porque los matrimonios endogámicos aumentaron las probabilidades de heredar las dos copias igualmente defectuosas.
“Los reyes son un laboratorio para estudiar los efectos de la consanguinidad humana”, afirma el genetista Francisco Ceballos
Ceballos y el genetista Gonzalo Álvarez, de la Universidad de Santiago de Compostela, llevan más de una década analizando a los Austrias. En 2009, señalaron dos desórdenes genéticos, la deficiencia combinada de hormonas hipofisiarias y la acidosis tubular renal distal, como principales culpables de la pésima salud de Carlos II, incluyendo su infertilidad, que supuso la extinción de la dinastía. Los científicos han estudiado un árbol genealógico de 6.000 miembros de 20 generaciones de los Habsburgo. Si Felipe I tenía un coeficiente de consanguinidad de 0,025, el de Carlos II era de 0,25, lo que significa que el 25% de sus genes estaban repetidos, al haber recibido la misma copia de su madre y de su padre.
“Los reyes son un laboratorio para estudiar los efectos de la consanguinidad humana”, sostiene Ceballos, que en la actualidad estudia junto a sus colegas a los Borbones para ampliar la investigación. “El rey Alfonso XIII [bisabuelo de Felipe VI] tenía un prognatismo mandibular clarísimo”, señala Monje, que en 2016 publicó el libro El rostro enfermo. 50 pinturas universales para comprender las enfermedades de la cara y cuello.
“Este nuevo trabajo sobre la mandíbula de los Habsburgo nos sugiere un patrón de herencia recesiva”, apunta la geriatra Georgina Martinón Torres, ajena a esta investigación y autora de una tesis doctoral sobre la vejez en la obra pictórica de Velázquez. A juicio de esta médica, del Hospital General Universitario de Ciudad Real, ahora serán necesarios análisis genómicos de personas con prognatismo para “ratificar esta sugerencia”.
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